El que está sentado a la mesa es Juan Carlos Livraga. Es un hombre
menudo, sencillo, que habla con carraspera. Tiene ochenta años y seis
meses. Y dice que los gatos lo esquivan, porque tiene más vidas que
ellos. Juan Carlos Livraga es el mismo que a los 24 años fusiló la
dictadura de Aramburu en un basural de José León Suárez. Es el mismo que
sobrevivió a esa pesadilla y el mismo que se animó a contarla a Rodolfo
Walsh, seis meses después de ocurrida. Es el “fusilado que vive”, el
protagonista de un relato que fue el punto de partida de la
investigación más impactante del periodismo argentino, condensada en el
libro Operación Masacre. Ahora, Juan Carlos Livraga se dispone a repetir
su historia a Página/12. Es la primera vez que lo hace ante un medio
gráfico nacional. Cuenta su historia y más: sus contactos con Walsh, su
vida posterior en Estados Unidos, el encuentro con Néstor Kirchner y las
consecuencias físicas que aún sufre por los balazos de la noche trágica
que empezó el 9 de junio de 1956.
Ese día, el general Valle dirigió una sublevación militar contra la
dictadura. Para sofocar la rebelión fue implantada la ley marcial. Pero
antes de que entrara en vigencia, en Florida fue arrestado un grupo de
civiles que la policía creyó vinculado con el motín.
-Yo ni siquiera era peronista. Nunca lo fui.
Aclara el hombre, aunque sabe que si lo hubiera sido, la barbarie igual no tendría justificación.
-¿Alguna vez entendió por qué lo detuvieron?
-Esa duda la tengo siempre, porque nunca supe.
Nunca supo, dice, por qué lo detuvieron, por qué lo fusilaron. Había
trabajado en albañilería desde niño junto a su padre. Había trabajado en
la Aeronáutica. Luego fue colectivero. Ese era su trabajo cuando
sucedió todo.
-¿Empiezo a contar de cero?-propone.
-Empiece a contar de cero.
-Yo vivía a una cuadra y media de donde me pasó. Tenía un amigo del
otro lado, Vicente Rodríguez. El día 9 de junio yo manejaba un colectivo
de la línea 10, que venía de Chacarita a Munro y pasaba por la esquina
ésa. Ese día empezaron las cosas al revés. Yo llevaba cinco días sin
trabajar porque el coche estaba en el mecánico y me llaman los patrones
para decirme que ya estaba arreglado. Ese día había partido entre
Colegiales y All Boys. Y yo tenía una cita con una muchacha que hacía
tiempo la venía trabajando en el colectivo. Fui invitado por ella a
bailar en la Hostería de Munro, un lugar muy agradable. Yo iba con el
colectivo repleto, baja la gente en el estadio, voy a arrancar y se
rompe el palier. Con toda la rabia del mundo cerré la puerta y dije,
bueno, voy a ver el partido. Comí un sandwich de chorizo y una
Coca-Cola. Hacía un frío terrible. Cuando falta un minuto, All Boys le
hace 1-0 a Colegiales. ¡Para qué! A mí me gustaba ese equipo. Bueno, me
fui para mi casa caminando. Llegué descompuesto, lo que comí me hizo mal
por el frío y la amargura. Le dije a mi papá que me iba a acostar
porque después tenía que salir y él me dijo: “¿Así como estás te vas a
ir?”. “Sí, papá, usted sabe que citas son citas y no hay que fallar.” Al
salir, alguien me silba de atrás. Era este amigo Vicente Rodríguez.
“¿Adónde vas?”, me dice. “Tengo un asunto que me espera en Munro. Pero
voy temprano.” “Ah, fantástico, ¿por qué no venís a la casa de un amigo a
escuchar la pelea de Lausse y Loayza?” Le dije, bueno, tengo tiempo. Me
meto en el departamento, era un pasillo atrás. Había dos personas que
no conocía, Rodríguez y yo. Me senté al lado de la radio, ellos jugaban
al chinchón. Después vi un revólver tan viejo que si le ponían una bala
salía para atrás. Ganó Lausse por nocaut y yo dije: “Me voy, Gordo, que
se me hace tarde”. Abrí la puerta y un policía me da un culatazo en el
pecho, caí bajo un mueble y ahí quedé. Después me levantan como un trapo
y me llevan afuera, hasta la esquina, unos diez metros. Ahí veo que hay
un colectivo de la línea 19, que no pasaba por ahí, lleno de gente,
otros policías y una persona parada en la ochava de uniforme militar. Yo
no sabía quién era. Me llevan con él, saca una 45 y empieza a pegarme.
“¿Dónde está Tanco? ¿Dónde está Cogorno?”
En Operación Masacre, Walsh cuenta que el colectivo había sido
secuestrado por la policía para el operativo. Y que el hombre de
uniforme militar era el jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires
Desiderio Fernández Suárez. Tanco y Cogorno eran junto a Valle los
líderes de la rebelión.
“Para mí era todo nuevo -sigue Livraga sorprendiéndose hoy-. De
política no me interesaba ni sabía. Yo le decía no sé. Y él me decía:
“¿Con esa facha vas a hacer la revolución?”. Y no dejaba de golpearme.
Después me suben al colectivo, ahí vi a otra gente que conocía del
barrio. Nos llevan a la Regional San Martín. Cuando nos meten en una
habitación conté 16.”
-¿Usted y quince más?
-Exactamente. Después me enteré de que estaba el dueño de la casa,
que vivía adelante, Miguel Angel Salvador Giunta. A Rodríguez le dije:
“Gordo, ¿estás metido?”. El me dice: “No”. Le digo: “Si estás metido
-como teníamos que declarar- decímelo a ver qué podemos decir”. Yo
estaba de campera de gamuza, camisa y corbata. Bien vestido y con
documentos. Le dije al oficial, cuando me atiende: “Escúcheme, ¿usted
cree que alguien que va a hacer un robo o algo malo va a andar vestido
así y con documentos?”. Yo iba a un baile y hasta di el nombre de la
muchacha. Mientras, leía en la hoja al revés lo que había declarado
Rodríguez, mejor dicho no lo que declaró, lo que quiso escribir el
oficial. Yo le explico lo mismo y cuando me hace firmar, leo y le dije
“esto no es lo que dije yo”. “Mirá, pibe, más vale firmá.” Yo pensé un
segundo y dije más vale firmo y después veremos. Volví y después fueron a
declarar los demás. Como a las tres de la mañana, íbamos al baño una
vez cada uno y al policía le sacábamos alguna palabra. Ahí me enteré del
levantamiento en La Plata, el general Valle y todo eso. Como a las
cinco y pico de la mañana, seis, nos sacan en un carro de asalto, yo voy
adelante, éramos cinco, y cuatro policías que venían con el fusil, casi
dormidos. Atrás iban otros, después supe que iban Troxler, Lizaso y
otros más, porque en la otra habitación de la casa donde nos llevaron
había más gente. Bueno, nos llevan. ¿A dónde? Seguro a Campo de Mayo.
Llegamos a la estación de José León Suárez, de ahí por una ruta. Estaba
todo oscuro, pero yo sabía dónde estaba. Dijeron “bajen los cinco”,
bajaron los policías y ahí detrás veo una camioneta con gente adentro.
Después supe que era el comisario Rodríguez Moreno. Caminamos como unos
cien metros y ahí sentimos el golpe de manivela que para mí era
conocido. Eran los fusiles.
-Ahí recién se dieron cuenta de que los iban a matar.
-Sí, recién ahí. Y ahí viene un desparramo, los gritos y a uno lo
agarró la desesperación. Se viene a mi lado a agarrarme. Yo lo sacudo y
me tiro cuerpo a tierra, pero mirando hacia ellos. Al otro lo vi que
escapó por el campo en diagonal. Corrió más rápido que los tiros. Era
Giunta.
-¿Ya habían empezado los tiros?
-Sí, pero a mí no me habían pegado, sí a los que estaban al lado.
Cuando terminaron de tirar, en un momento siento que paran donde estaba
yo y me enfocan en la cara. Entonces yo moví los párpados.
Se venía el tiro de gracia. De los doce que la policía debía
fusilar aquella noche, siete se salvaron. Uno de ellos fue Livraga, que
se hacía el muerto. Pero esa luz lo traicionó.
-Empezaron a tirarme -recuerda-. Me tiraron tres tiros. Uno me pegó
en la nariz, apenas me sacó un pedacito. Otro me perforó la mandíbula de
un lado a otro y a partir de esa época quedé sordo de ese oído. Y el
del brazo es una 45, me lo pegó Rodríguez Moreno.
-¿Y entonces?
-Me quedé sin moverme, siento que se van. Volvieron al carro de
asalto y ahí hubo unos tiros, se habían escapado uno de los presos y
dispararon contra los policías, eso lo supe después. Cuando vi que ya no
había moros en la costa, me levanté y vi a los que estaban muertos.
Rodríguez tenía once tiros. Yo tomé el mismo camino que hizo Giunta. Al
llegar al cruce de la barrera me caigo desmayado junto a una garita
donde había policías adentro. Eran cuatro o cinco cuadras, pero no
habían sentido los tiros porque con el frío estaban encerrados. Uno me
preguntó qué me pasaba y yo sólo vomitaba sangre. Me suben a un jeep y
me llevan al policlínico San Martín. Me dejan en la sala de primeros
auxilios y ahí las muchachas me salvaron parte de la vida. Mientras me
curaban me preguntan si tenía el teléfono de mi papá y yo se los di con
los dedos. Cuando me estaban por llevar a terapia intensiva vi que había
llegado. Pero como a las nueve de la noche me viene a buscar la
policía.
-Se lo llevan otra vez.
-Sí, y lo primero que hicieron fue buscar mi ropa. Querían recuperar
el certificado que me habían dado por las cosas que me sacaron en la
Regional y que llevaba la fecha en la que había entrado. Pero las
enfermeras salvaron el papel, se lo habían dejado a mi papá sin que se
diera cuenta. Ese papel probaba que lo que dijeron ellos después era
mentira: que me escapé, que me había tiroteado con la policía, incluso
que me habían matado. Mi papá recibió del gobernador el certificado de
defunción mío, porque había muerto en un tiroteo.
-¿Cuándo le mandan el certificado a su padre?
-A los dos días, porque mi papá había mandado un telegrama para saber qué había pasado conmigo y le respondieron con eso.
-¿Y después del hospital?
-Me sacan prácticamente desnudo y me llevan de paseo en una camioneta
descubierta. Me di cuenta de que buscaban que me muriera solo, paraban
en todo teléfono público que hubiera para recibir las órdenes. Así me
tuvieron hasta las dos de la mañana. Al final me llevan a la 1ª de
Moreno y me meten en el calabozo. Vino un médico y me dio dos pastillas,
pero yo hice que me las tomaba y después me las saqué. Ahí me tuvieron
28 días, sin atención médica, ni comida, ni nada. Nadie se podía acercar
a ese cuartito, puro cemento y a oscuras. Un día vienen unos auditores a
tomarme declaración, qué declaración si no podía hablar. Entonces me
mostraron algo escrito y me amenazaron. Yo dije, medio muerto y muerto,
firmé lo que inventaron ellos, eso del tiroteo y que me escapé.
-¿Entonces?
-Entonces un día las cosas cambiaron. Vinieron dos suboficiales
nuevos y como no estaba el sargento entraron a verme, yo estaba con
barba, desfigurado, flaco, sin la mitad de los dientes, perdí quince
kilos. Me quisieron preguntar, pero no pude hablar por cómo tenía la
boca. Y les dio tanta lástima que se fueron a comprar fruta, naranja,
mandarina. Yo la empecé a chupar y me dio una diarrea que aunque no
tenía nada en el estómago me pasé un día y medio revolcándome en el
piso. Al día siguiente estaba tan mal, todo oscuro, desesperado, y
siento una sombra atrás. No puedo decir quién fue, pero me empezó a
hablar, me dijo que me calmara y yo me sentí más tranquilo. Al día
siguiente me traen ropa y después me dicen: “Vamos a la cárcel de
Olmos”.
-La cárcel parecía mejor que el calabozo de la comisaría.
-Sí, pero cuando salimos estaba oscuro y yo temí otra vez. En eso se
descompone el jeep. Yo dije, de ésta ya no me salvo. Pero pararon en un
taller mecánico, arreglaron la falla y a la ruta. Llegamos a Olmos,
abren la puerta y ahí a Juan Carlos Livraga lo cambiaron. Uno de los
presos dice un cuento, que yo estaba ahí por haber matado a cuatro
policías. No sé de dónde lo sacó, pero eso cambió mi vida, me empezaron a
respetar. Quedé en manos de los presos, uno de ellos, el capo de la
cárcel. Era la mafia. Me protegieron, me cortaron el pelo, me afeitaron.
Me pude bañar, me dieron ropa. Nunca comí la comida de la cárcel, me
hacían comida los presos y empecé a recuperarme. Ahí me encontré con
Giunta. Yo lo creí muerto, pero estaba con los presos políticos. Me
cuenta que no le habían disparado, que después se entregó, y que lo
habían amenazado, le hacían como que lo mataban y se volvió medio loco,
pobre. Y me cuenta que un abogado cobraba 15 mil pesos para sacar gente
de la cárcel. “El no me cree a mí”, me dijo Giunta. Al día siguiente
estaba ahí el doctor Von Kotsch. Era un hombre joven, de la parte de
Frondizi, intransigente. Me preguntó y le conté. Le conté del papel, que
lo tenía mi papá. Era lo que esperaba él.
-Una prueba.
-Sí. Me dice, dame el teléfono de tu papá que lo voy a ir a ver. Fue a
mi casa, arregló y fue de ahí mismo a la Regional San Martín. El
comisario le dice una sarta de mentiras. Pero el abogado le mostró el
papel. Y salió con mi reloj, mi cinturón y los veinte pesos. Empezó a
moverse con el doctor Doglia, que era un fiscal y antes de los quince
días me dijo que me iba a sacar. Nunca aceptó un centavo.
-Y lo sacó.
-Todas las noches venía una voz de ultratumba que decía: “Atención a
la población”. Y llamaba a Fulano y a Mengano. A muchos los llamaban
para darle picana. Esa noche, al final, la voz dice: “Juan Carlos
Livraga y Miguel Angel Salvador Giunta”. Todos vienen y me dicen: “Juan,
te vas, te vas”. Yo no creía. Me llevan y me encuentro con mi abogado.
Ahí me quedé tranquilo. Me hicieron el pianito y quedé libre. Era 17 de
agosto. El abogado me dio dinero y ahí fuimos con Giunta a tomar el
tren. El estaba muy mal, pobrecito. Llego a Florida, caminé las siete
cuadras, en mi casa no sabían nada. Siempre cuando yo llegaba le pegaba
un silbido a mi mamá. Y silbé. Mi mamá salió a los gritos, mi papá se
estaba preparando para ir a verme. A las dos horas había más de cien
personas en mi casa. Mi papá era italiano y allá en Italia era costumbre
que cuando volvía de la guerra alguno de los hijos prendían fuego tres
días y mataban una vaca. En mi casa se hizo. Tres días de fiesta, todos
borrachos, se abrazaban, cantaban.
-¿Ahora sigue con problemas físicos?
-La primera operación en la boca duró 16 horas. Llevo siete
operaciones, tengo todo de platino, arriba perdí todos los dientes, hubo
que hacer todo de nuevo. Y me quedó un agujero arriba que cuando
terminaba de comer tenía que hacer fuerza con la nariz tapada para que
saliera la comida por el agujero y no se infectara. Igual me agarró una
infección muy grande. Me llevaron a la Facultad de Odontología con un
nombre falso para que no me reconocieran. Y ahí me curaron. Hasta ahora
me cuesta mover la mandíbula, si la abro mucho se me sale. Tengo una
sinusitis crónica. Y tuve otro problema. Cuando con la 45 Fernández
Suárez me pegaba acá (se señala el estómago), me quedó todo negro
durante ese mes que estuve preso. Resulta que me afectó la aorta. En el
2006 me operaron porque estaba muy mal, y al abrir encontraron una bola
de sangre de doce centímetros en el nacimiento de la aorta. Era un
coágulo que se empezó a formar ese día, fue creciendo y me lo sacaron 50
años después.
-¿Alguna vez recibió alguna disculpa del Estado?
-No.
-¿Y la muchacha de la cita?
-Nunca más la volví a ver.
(Tomado de Página 12)
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