Escribe: CESAR HILDEBRANDT
(El siguiente artículo acaba de aparecer en el diario La Primera, periódico que se edita en Lima y que circula a nivel nacional bajo la dirección del combativo periodista César Lévano)
“El amor es bueno, pero el dinero es mejor”, ha dicho Elizabeth Espino
Vásquez, asesina de su madre, Elizabeth Vásquez Marín.
No sólo se trataba
del seguro de vida por 100,000 dólares, que la esperaba a la vuelta del crimen,
sino del disfrute de un patrimonio creciente que ella había decidido rematar
apenas pudiera.
Hipócritas, algunos fabricantes de editoriales llaman
“horror” al crimen de la Espino, “espantosas” a las circunstancias que lo
rodearon, “escalofriante” a la confesión de la matricida.
Pero hace
muchos años que la señorita Espino construyó, para ella y para sus coetáneos de
generación, un paradigma perverso de sociedad y de mundo: aquel en el que la
ética está desterrada, la generosidad resulta aburrida, la decencia es una
incomodidad y el amor puede ser una frase bien dicha “un 14 de
febrero”.
Tuvimos a Sendero, la guerrilla más salvaje y radical de
América latina. La tuvimos porque la merecíamos y porque
a un país anacrónico tenía que infectarlo una guerrilla anacrónica.
Para
combatir a Sendero, entonces, construimos a Fujimori, cabecilla de uno de los regímenes más
infames del continente. Es decir, combatimos el crimen con el crimen, el maoísmo
mutante con los Colina.
De todo eso bebió la señorita Espino. Pero eso no
sería lo peor.
Lo peor sería la impunidad, esa nube de asbesto que nos
corrompe por dentro.
¿Un ladrón evidente podía regresar a la presidencia?
Sí, podía. Tanto podía que hasta llegaría a trabajar junto a Mario Vargas Llosa
en un proyecto altruista.
¿Un Fujimori reciclado podía obtener la amnesia de
muchos y el voto de no pocos en las elecciones? Sí, podía.
¿Un alcalde y
presidente regional ladrón y fascista podía evitar la cárcel y ampliar, al
infinito, sus aspiraciones? Sí, podía. Podía y puede.
¿Y podía jurarse
“por Dios y por la plata” y seguir asistiendo al Congreso? Claro que se podía.
¿Y podía,
desde el municipio de Lima, robarse caudales públicos en
sobrevaloraciones cuantiosas y seguir ostentando un índice de popularidad y
aprobación estratosférico? Desde luego que sí.
¿Y podía un lobista con
pasaporte americano hacer dinero negro desde el cargo de primer ministro al lado
de un presidente que se había ido de putas e inhalado cocaína según un documento
policial? Definitivamente, se podía.
¿No abundaba la dignidad en el Perú? No, no abundaba.
Y si todo se podía,
¿también se podía ser como Robinson González y no morir (civilmente) en el
intento? Sin duda.
¿Y se podía ser como los Wolfenson, como los Winter,
como el señor Crousillat, el que se moría del corazón y ahora se va a Buenos
Aires a pegarse los tiros del crepúsculo? Se podía.
Y los que trabajaron
con Umberto Jara en “Hora 20”, el inodoro del tardoFujimorismo, ¿podían luego reciclarse y aparecer
en Canal 2 haciéndose los posmodernos y los machos cabríos sin memoria? Hombre, ponga usted Canal 2 a las 11 de
la noche y ya verá.
¿Y se podía ser Lúcar y volver como líder de opinión?
Sin lugar a dudas.
Y mientras eso sucedía, la televisión, que se había
vuelto pupila de “Las Cucardas” y cobraba la felación a destajo, sólo sacaba
cadáveres violentos, huérfanos de incendios, violaditas de arenal,
desbarrancamientos multitudinarios.
De modo que la señorita Espino creció
viendo la sangre de la Musiris, primero, y la sangre de la Fefer, después, y, en
medio, la sangre de la mamá de la Llamoja, la sangre que los marcas dejaban en
cada hazaña, para no hablar de la sangre memoriosa de Tarata, de las fosas
comunes llenas de inocentes acribillados, del niño de 8 años asesinado en
Barrios Altos.
Como marco de toda esa lección, como pedagogía general,
digamos, vino después el “sálvese quien pueda” del liberalismo en dosis de
truhán, el “vale todo” de la vieja cultura combi, el “arriba las manos” de los
que “la hacen” rematando el país a quien pueda pagarlo (aboliendo todo concepto
de Estado, de estrategia nacional, de industrialismo propio).
Y ahora
vienen a decirnos qué horrible, oiga usted, alguien que mata a su madre por
dinero.
No, hombre, nada de qué horrible. La señorita Espino hizo lo que
el sistema de valores aconseja. Que su madre estuviera de por medio resulta una
incómoda anécdota, es cierto, pero aquí el asunto es que vivimos en un país
persuasivamente anético.
El Congreso, el Poder judicial, el Tribunal Constitucional, los
partidos políticos: todo en el Perú parece estar pudriéndose y ser parte del
problema.
El matricidio es, al final de cuentas, un hecho personal y
diminuto frente al crimen de haber matado al Perú como identidad posible de todos.
Posdata: ¿Creerá el señor
Martín Tanaka que su ideología es invisible, sus adhesiones discretas y sus
sesgos sutiles? Pobre señor Tanaka: hace tiempo que, contra lo que él cree,
aparece con todo al aire en su papel de fan del sistema “realmente existente”.
El señor Tanaka cree que las ciencias sociales son un búnker de concreto que lo
protege del escrutinio público. El señor Tanaka cree que ser ambiguo y sibilino
es ser aristotélico. No, señor Tanaka: haga usted lo que, con todo derecho,
hicieron alguna vez Bernard Henri-Lévy o André Glucksman (siguiendo la
tradición de Aron o Maurras): muestre la camiseta por la que juega y sufre.
Nadie se lo va a reprochar. Lo que es patético es que se vista de negro y
pretenda ser árbitro.
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