sábado, 28 de julio de 2012

UN 28 DE JULIO EN ESTA SOCIEDAD CÓNICA

por Jorge Rendón Vásquez

Por disposición de las alcadías, los propietarios y poseedores de inmuebles urbanos están obligados a embanderarlos durante la semana o la quincena —según el estado de ánimo de los concejales— en que caen los días 28 y 29 de julio, señalados como feriados para recordar la independencia nacional del yugo hispánico. Una multa de cierto valor asegura el acatamiento de esta obligación. Como no hay una medida de la bandera peruana a colocar, proporcional a la dimensión del inmueble, en muchos se iza apenas un lábaro diminuto, que, sin embargo, ondea también con donosura, agitado por el viento.
Observando esas banderas, me pregunto si el patriotismo necesita ser impuesto, cautelado o impulsado por decreto. No he visto que en los países europeos y ni aun en los más grandes de América Latina se practique una exigencia semejante, lo cual me lleva a otra pregunta: ¿cuánto ha evolucionado la conciencia colectiva de nuestra sociedad desde la terminación de la etapa virreinal, hace casi dos siglos, con respecto a las nociones de patria, y de libertad, igualdad y fraternidad, los valores de la Revolución Francesa, que desencadenaron en definitiva la independencia de América.
Según el censo de 1790, había en el Virreinato del Perú algo más de un millón doscientos mil habitantes, de una población de unos ocho a doce millones cuando los españoles se apoderaron del Tahuantinsuyo. Este censo fue más explícito en las ciudades. A los habitantes del campo, en su mayor parte indios, siervos y comuneros, se los contó por aproximación.
Lima, capital del Virreinato, contaba con 49,443 habitantes, distribuidos en las castas siguientes:

Casta                                Cantidad                   %
Españoles                          18,862                     38.1 
Indios                                   3,912                       7.9
Mestizos                              4,631                       9.3
Mulatos                                5,972                     12.1
Cuarterones                          2,383                       4.8
Quinterones                             219                       0.4
Negros                                   8,960                    18.1
Zambos                                  3,384                      6.8
Chinos                                    1,120                      2.2
Total de habitantes           49,443                 100.0

Esta distribución por razas, que se mantuvo en las décadas siguientes, no era meramente estadística. La Corona española la había impuesto en sus colonias de América por disposiciones elaboradas por el Consejo de Indias. Sólo gozaban del status de súbditos españoles quienes lo eran racialmente. A ellos les estaba reservado el acceso a la propiedad de las haciendas, minas, obrajes y de los comercios e industrias más importantes, a la función pública, a la educación y a privilegios diversos, en particular dentro de la Iglesia Católica. Los demás estratos se hallaban bajo dependencia de los españoles, en diverso grado. Los indios y la mayor parte de mestizos eran siervos en los feudos, salvo los habitantes de las comunidades indígenas sobre los que pesaba la obligación de pagar el tributo para el Rey. Los negros y las gentes de castas derivadas de ellos eran esclavos, con algunas excepciones de libertos.
Los españoles se sentían tales, cualquiera que fuera el lugar de su nacimiento y procedencia en los territorios de la Corona española: los reinos hispánicos y sus colonias. La división entre españoles peninsulares, a los que se llamó en América “chapetones” o “gachupines”, y españoles americanos o “criollos” apareció en siglo XVIII, y fue promovida por el desplante de los peninsulares que llegaban a la América frente a sus compatriotas nacidos en ésta. Pero no fue un división asegurada legalmente, como la de la población en castas raciales, salvo con respecto al ejercicio de los cargos de virreyes, oidores de la audiencia, visitadores y otros funcionarios nombrados por reales cédulas que recaían en peninsulares. La diferenciación ideológica de los criollos se profundizó en los territorios coloniales más alejados de los grandes centros de poder hispánico. Fueron los casos del Virreinato de Buenos Aires, cuyos criollos nombraron una Primera Junta de Gobierno independiente en mayo de 1810, y de Caracas donde también los criollos y otros grupos de la Capitanía General de Venezuela constituyeron la Junta Suprema en abril de 1810.
Esa división de los españoles no tuvo gran repercusión en la conciencia de los españoles criollos del Virreinato del Perú, quienes, en su inmensa mayoría siguieron sintiéndose devotos e incondicionales súbditos de la Corona y, por lo tanto, rechazaban, como traición a ésta y herejías, las ideas independentistas. El resto de la población, sumida totalmente en la ignorancia y la dependencia de los señores blancos, no contaba para nada como una fuerza pensante y, antes bien, colaboraba, sumisa, con sus amos y patrones. Tal fue la causa del fracaso de las conspiraciones libertarias de algunos criollos y de Túpac Amaru, combatido incluso por los curacas colaboracionistas de los españoles. El control ideológico y policiaco ejercido por éstos, ya fueran peninsulares o criollos, era casi absoluto. Para ellos era un deber patriótico mantenerse en vigilancia permanente, delatar a quienes, sospechaban, podían abrigar ideas independentistas, y celebrar y aplaudir en calles y plazas el suplicio y la ejecución de sus víctimas.
Cuando en setiembre de 1820, San Martín y su ejército de 4,118 soldados argentinos y chilenos desembarcaron en Paracas y avanzaron hacia Lima, y el virrey La Serna abandonó esta capital para salvar a sus tropas, los españoles americanos de Lima se plantearon cómo adaptarse a la nueva situación y conservar su status y privilegios. Estaban acostumbrados a la genuflexión y al acomodo con el virrey y la audiencia y, aunque les resultó detestable admitirlo, tuvieron que prosternarse también ante San Martín y sus oficiales. Se justificarían a sí mismos diciéndose que habían tenido que doblegarse ante la fuerza de las armas invasoras, y tuvieron que concurrir a la proclamación de la independencia el 28 de julio de 1821 en la Plaza de Armas de Lima, y algunos de ellos al baile protocolar que siguió. San Martín, un republicano, advirtiendo con qué gente se topaba, reflexionó que a estos criollos españoles, realistas hasta la médula, les vendría bien un príncipe europeo para gobernarlos como un país independiente.
Luego de firmada la Capitulación de Ayacucho, como querían Bolívar y Sucre, de que los funcionarios del Virreinato del Perú y los oficiales del ejército realista se embarcaran con destino a España y de que partieran también Bolívar y su ejército, los españoles criollos del Perú asumieron el gobierno, como una herencia natural de su casta, y lo transmitieron a sus descendientes.
Cuando algunos piensan en la sociedad peruana de aquel tiempo, les es difícil imaginar cómo fue y, a lo más, extrapolan su conocimiento de los grupos actuales a ese momento. Hay cambios irreversibles y, sin embargo, la conciencia colectiva continúa determinada en gran parte por los elementos conceptuales implantados por la dominación hispánica y la contrareforma religiosa: la lengua y las costumbres castellanas, la religión y el racismo. La estructura cónica de la sociedad colonial y su estratificación en castas raciales se mantiene invívita, ya no por obra de las Leyes de Indias, sino por su fijación en la conciencia colectiva en tres siglos de hegemonía hispánica y, luego, porque los grupos dominantes, blancos, siguen imponiéndola con su conducta, soberbia y sus medios de comunicación social; y los grupos dominados continúan aceptándola pasivamente. Los que se rebelan contra esta manera de ser de la sociedad son mirados por los demás como réprobos.
Los grupos blancos, de diminuta dimensión demográfica en conjunto, se mantienen en la cúspide, detentando el poder económico y político, protegido por la conciencia dependiente de muchos de los integrantes de los otros grupos. El país ha crecido hacia abajo, ampliándose, pero su figura cónica no ha cambiado.
Será necesaria una gesta ideológica para transformar la conciencia de los grupos que forman la base de esta sociedad, y ella debería empezar por avizorarla en su desarrollo histórico.
(27/7/2012)
                    

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