lunes, 6 de septiembre de 2010

CÉSAR HILDEBRANDT DESNUDA A SU HERMANITA MARTHA HILDEBRANDT

Envío de Petroni Gutiérrez Rivera
Coordinador General de la Comunidad de los Poetas Inmortales
Poeta & escritor peruano

Por: CESAR HILDEBRANDT
La doctora Martha Hildebrandt Pérez Treviño –es decir una de las hijas con que mi prolífico y algo distraído padre aderezó el mundo– se ha sentido ofendida por lo que escribí de ella en este diario acogedor que me aguanta y que encima me paga.
No veo por qué ofenderse, hermanita, cuasi hermana, sacha hermana, semi frattella, half sister.
Sólo dije lo que de ti piensa todo el mundo: que eres una oportunista de siete suelas, una rabona que va mudando de paisaje pero no de oficio a medida que las tropas avanzan y cambian los generales pero no tu arrastradera.
Y que, además, eres la única parlamentaria virgen en cuanto a proyectos de ley presentados –has tenido el morro de no presentar ninguno– y una de las más recalcitrantes cobradoras del bono de escolaridad cuando lo cierto es que tu única hija limita ya con la menopausia.
Fuiste la amante reseca del general Velasco mientras te dio trabajo. Cuando fue derrocado te olvidaste de él y merodeaste por la casa de Morales Bermúdez, que tenía órdenes de no darte bola.
Durante el segundo belaundismo te recluiste en casa a ver telenovelas y a botar sirvientas. Fue en esa época que le dijiste a tu hija que la solución para el Perú era “la bomba cholónica, el equivalente nacional de la bomba neutrónica”.
Matibel, tu única hija felizmente, lo contaba muy divertida, así como contaba lo maravillosa madre que fuiste al enterarte de que ella estaba en cinta la mismísima noche en que dio a luz a Nadiana allá en París.
– Mi madre dice que habría que poner a un millón de indios en el zanjón y lanzar una bomba atómica. Sería la bomba cholónica –contaba Matibel doblándose de la risa.
No se doblaba de la risa sino que se le abrían los ojos cuando contaba lo afortunada que eras teniendo una cuenta off shore en un paraíso fiscal para no pagar impuestos en el Perú.
Y se le abrían más los ojos cuando contaba cómo el banco tonto que recibía tu guardado (jerga vieja) se equivocó un día y te abonó electrónicamente cincuenta mil dólares, jugoso error que tú no comunicaste a tu sectorista tropical y que terminó engrosando tu patrimonio. Porque hasta cajoneadora has sido, hermanita. ¡Y luego dices que a ti nadie puede hablarte de faltas éticas!
Lo que hiciste, en esa oportunidad, fue robar, dear almost sister. Y le acabas de robar ya no a un banco caribeño sino al Estado cobrando tus 16 mil soles de gastos de instalación cuando hace rato que estás instalada en la casa de 28 de Julio y en el reino de la conchudez insolente.
Esa platita de los 50 mil dólares te llegó porque así eres de suertuda, además. Bueno, para algunas cosas. Tienes la suerte, por ejemplo, de que la gente te tema por tu boquita de paltera arequipeña con prurito en el poto.
Y tienes la suerte de que los periodistas te tengan terror porque ellos hablan mal y tú bien. Porque ellos son cholos y tú blanca. Porque ellos no gritan y tú sí. Porque a ellos les asusta tu facha de ekeka de mala leche y peor uva, en suma.
Bueno, aquí hay un periodista que, más allá de las sangres en curso o derramadas, jamás te tuvo miedo. Y por eso te puedo responder como lo que –más allá de las buenas formas hasta ahora guardadas por mí– eres de modo militante e inocultable: una lingüista formidable y una persona despreciable, una filóloga eminente y una sobreviviente rastrera, una intelectual sanmarquina y una lombriz de la moral pública. Alguien tenía que decírtelo en este país de periodistas que gallinean en el corral.
Llamaste Simón Bolívar a Alan García cuando coqueteabas con el aprismo a ver si algo te ligaba. Y a Fujimori no necesitaste llamarlo Yamamoto –que se lo merecía por traidor intrínseco y gemelo de tu alma– para trepar su higuera y salir por el techo como una buganvilia maquillada al estilo noche con turistas en el Moulin Rouge.
En el muladar de Fujimori fuiste, querida Martha, barchilona con tu bacín atento, dadora de coartadas, escurridora de mocos, limpiadora de plastas, inspectora de cagarrutas perpetradas por el cholo Siura (aj), sirvienta con cama adentro para lo que mande, justificadora de los asesinatos de La Cantuta, rentada defensora de lo más zafio de la basura con galones que te pensionaba, cobardemente altiva desde el poder, calladita a la hora de perderlo aquella tarde en que te quitaron el cetro del Congreso y tú perdiste el celular que te dio el Chino (no fuera a llamar ahora que no servía para nada).
Si el apellido Hildebrandt –los apellidos los adquiere uno sin proponérselo, son etiquetas banales– vale algo, no es por ti, Marthita querida. Valdrá algo por tu hermana Esther, ser humano delicado y feliz, o sea el envés de tus reveses de bailarina andrófoba.
O valdrá algo por algunos de tus parientes, que de ti nada tienen y que deben haber sentido vergüenza –supongo yo– por lo que has hecho en estos años para conservar el chofer y las regalías, que eso es lo único que te importa.
O valdrá por mi hermana Ana María, cuya tenaz decencia va a contramarcha de tu indecoro intelectual. O, más tarde quizás, por mi hijo, un Hildebrandt Chávez buenmozo y mestizo, de esos que a ti te asquean porque te crees aria y discípula mental de Gobineau.
O por algún otro vástago que por allí saque la cara por este apellido que vino ileso de Hannover y que tú insistes en escupir diciendo que la seguridad social es para los que tengan que padecerla y que no aceptarás que te quiten el seguro privado que deberías pagar con tu sueldo.
¿Qué te has creído? ¿Es el Perú tu chacra de Paramonga, el establo que te trae recuerdos, la acequia con pichi que te parecía idílica? ¿Hasta dónde va a llegar tu talento para hacer el ridículo? ¿Tiene límites la procacidad?
Hace meses fuiste a mi programa y antes de sentarte me agradeciste por haber contratado a tu hija Matibel como productora. Siento que, al poco tiempo, tuviera Matibel que irse por una orden mía: la inteligencia, como sabrás, no se hereda inexorablemente.
En todo caso, yo ya no puedo volver a contratarla, lo siento mucho. No estoy en la tele porque la tele me echó y yo eché a la tele de mi vida.
Como te echó a ti de la suya el pobre señor Altuve, tan fino y embajador él, tan venezolano y caballero él, soportando tus berrinches de maldita a bordo y tus groserías de contralto de cocina mientras lanzabas completa la vajilla y todo lo punzocortante que encontraras a tu paso, que eso era para ti el orgasmo supremo del carácter.
Se salvó el señor Altuve. Vivió feliz lejos de ese hígado que a veces pensaba en que te habías convertido, hermanita. Por esa huida fue que necesitaste de la política. El pobre señor Altuve ya no estaba para bancarte las demasías. Altuve debe haber muerto feliz.
Tan feliz como vivo plenamente yo, hermanita, al lado de una maravillosa mujer, espléndidamente joven, que suma a su inteligencia su integridad, a su talento su generosidad, a su belleza su capacidad de ser siempre coherente con sus ideas progresistas.
O sea todo lo opuesto a ti, hermanita Brujilda, escoba casi póstuma de todas las malías, Hermelinda linda, hada madrina y consejera de Dennis Falvy, marida de Lord Vader, hermanita querida, histórico mojón de la frontera con Tiwinza.

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